viernes, 30 de abril de 2010

Familia ItaloEspañola, capítulo I

Era extraño, era la única planta de la de la finca (eso parecía visto desde las ventanas) en la que todas las ventanas eran negras.

Yo no tenía amiguitos ni amiguitas, no iba al colegio, toda la educación que recibía me la proporcionaban distintos profesores que impartían todo tipo de asignaturas: matemáticas, física, química, biología, artes plásticas, lengua y literatura española e italiana, cocina, costura, esgrima, tiro… un sinfín de actividades que me tenían ocupada desde las 7:30 de la mañana hasta las 20:30 de la tarde (con mis tiempos para desayunar, almorzar, comer y merendar), hora a la que me duchaba y a 21:00 estaba cenando con mi amado padre..

No sabía a qué se dedicaba mi padre pero sí sé que salía muy poco de casa y que cuando lo hacía siempre iban con él dos hombres a los que le cogí mucho cariño: Mauro y Braulio. Siempre iban con él, a toodas partes. Incluso sus habitaciones estaban pegadas a las nuestras. La mía estaba justo enfrente de la de papá; a su derecha, la de Mauro y a su izquierda, la de Braulio. Conmigo también venían siempre dos chicos, pero eran más jóvenes y más fuertes (yo les llamaba “Tetes”), jugaban conmigo y presenciaban cada una de mis clases, estaban en la puerta del cuarto de baño mientras la nany me bañaba, eran muy simpáticos. Se llamaban Carlo y Giovanni y eran sobrinos de papá.

Papá tuvo una hermana que murió matando (eso decía papá) después me enteré de que el marido la maltrataba desde que se casaron y de que papá al enterarse los quiso separar pero ella estaba embarazada y no quería separarse así que, muy raro mi padre, le regaló una pistola que sólo ella sabía dónde estaba guardada (por lo que me contaron, supongo que en la habitación). Resulta que en una de esas broncas en las que el marido volvió borracho a casa (los gemelos ya tendrían unos 5 ó 6 añitos) empezó una pelea en la habitación, él la dejó agonizando en el suelo con un brazo bajo la cama y mientras agonizaba alcanzó la pistola y acertó un disparo en pleno corazón de su marido que murió en el acto; así que los dos fallecieron en aquella habitación en la que 5 ó 6 años antes habían dado vida a dos seres preciosos que en ese momento quedaban huérfanos.

Mucho antes papá le había prometido a su hermana que si algún día a ella le pasaba algo él no iba a permitir que Carlo y Giovanni se quedasen con su padre o con la familia de éste, así que al enterarse se trajo de Italia a los dos gemelos y a la abuela de las criaturas, es decir, a su madre Alessandra, todo lo que le quedaba de su familia. Entonces todavía vivía mamá, yo no había nacido y vivían en una ciudad en pleno apogeo.

Mi padre era el gran poseedor de la gran mayoría de los bares y restaurantes de la ciudad y poco a poco se hizo dueño y señor de los negocios más prestigiosos, ya fuesen panaderías, zapaterías o una tienda de telas. Papá quería dominarlo todo. Y lo que no era suyo parecía ir a pique en poco tiempo. Pronto toda la ciudad seguía sus órdenes y trabajaba por y para él.

Se cansó pronto, le sabía a poco, quería poseer más. Carlo y Giovanni fueron creciendo, aprendiendo el idioma del nuevo país y perfeccionando el suyo (papá quería que mantuviesen sus orígenes), aprendiendo historia y ciencias, artes, a defenderse… todo. Montaban a caballo, sabían conducir con tan solo 15 años. Pero como iba diciendo, papá se cansó y quería retos mayores, así que, sin dejar sus negocios se trasladó a la capital de la comarca. Allí conoció a Braulio (Mauro vino con él desde Italia) y lo hizo uno de sus hombres de confianza. Lo primero que hizo al llegar fue interesarse por la gente importante, de los cuales a algunos ya conocía, evidentemente, por su importancia en los negocios…
Antes de lo esperado se abrió camino en el mundo de la hostelería y poco a poco fue entrando en asuntos más turbios. Podéis pensar lo peor… En esa época mamá se quedó embarazada y papá empezaba a tener amigos poderosos, así que enclaustró a la abuela, a los gemelos ya mamá en casa y los tenía las veinticuatro horas del día completamente vigilados y bajo la protección de los mejores hombres que el dinero y su confianza podían comprar.

Cuando llegó la hora de dar a luz, papá hizo que muchos hombres rodearan a mamá para salir del edificio e hizo “limpiar” las calles y edificios de alrededor, pero no sirvió para nada. La bala de un francotirador atravesó el corazón de mi madre dejándola caer en los brazos de mi padre que iba tras ella ayudándola a bajar las escaleras. Papá sabía que ella iba a morir, si no estaba muerta ya. Él lloraba sobre ella suplicando a Dios que no se muriese y que la mantuviese con vida por y para mí, y lo único que le oyó decir a mi madre (que sabía que su vida se iba con aquel disparo) fue: “Alba, si es niña, Alba”, y cerró los ojos. Papá ordenó “peinar” todo el vecindario, que Mauro lo llevara a los dos al hospital y que Braulio se quedase en casa dirigiendo el “cotarro” y protegiendo a la abuela y a los gemelos.

Cuando llegaron al hospital, el Dr. García les estaba esperando (médico de la familia que igual te ponía un hueso en su sitio que te cosía una herida que te curaba un simple resfriado) y mamá, sin saber cómo, tenía pulso. Luchaba por nuestras vidas, el doc no lo creía, tenía un agujero hecho por una bala de gran calibre en pleno corazón, perdía muchísima sangre, estaba totalmente inconsciente, pero seguía viva. Papá preguntó mientras se la llevaban si saldríamos con vida y el doc le dijo que no tuviese esperanzas ya que la herida era muy grave y a mí me podía haber perjudicado gravemente.

A mamá le tuvieron que hacer dos operaciones a la vez, intentar arreglar ese corazón herido de muerte por una parte; y una cesárea por la otra. Perdía mucha sangre y no había forma de controlar la hemorragia. Es más que evidente que yo salí con vida de aquella fría habitación, no salí en muy buenas condiciones pero salí, pero mamá… ella se quedó en la sala de partos. Cuando el doc consiguió hacerme respirar con normalidad y vio que estaba bien me cogió en brazos y salió a darle las noticias a papá. Papá era un hombre muy intuitivo y conocía muy bien a “su” gente así que, al verlo caminar conmigo por el pasillo supo lo que había pasado y sólo preguntó si era niño o niña y si estaba bien, el doc le dijo que estaba perfectamente y que era una niña preciosa. Papá alargó los brazos, me cogió y me dijo al oído “Bienvenida al mundo Alba. Como tu madre dijo, Alba” y sin despedirse del doc dio media vuelta y salió hacia la sala de espera de urgencias.

En la puerta de la sala de espera de urgencias estaba Mauro esperando, llevaba ahí más de siete horas, “Capo, ¿bene?” dijo Mauro a lo que papá preguntó: “¿Qué?” Había exigido tras su llegada a España que todo el mundo le hablase en español, únicamente hablaba en italiano con su madre, y ya, apenas hablaban. “Jefe, ¿todo bien?” volvió a preguntar Mauro, a lo que papá, bajando la mirada hacia sus brazos dijo:”Mauro, te presento a Alba, la nueva y única mujer de la casa”. La abuela en casa no tenía ni voz ni voto, era como un mueble al que había que alimentar, no hablaba, apenas salía de su habitación… todo desde la muerte de Bianca (la hermana de papá y madre de los gemelos Carlo y Giovanni).

Tras mi nacimiento papá empezó a hacer negocios en la capital del país y nos trasladó a un edificio céntrico de la ciudad (al edificio de las ventanas negras), compró la última planta y el ático y lo remodeló todo para convertirlo en una única vivienda.

En el ático: su despacho, mi cuarto de estudios, una biblioteca enorme con todo tipo de libros y un pequeño invernadero; bajo: las diez habitaciones, la cocina, los cuartos de baño, el comedor, el salón, la sala del billar con el “mini” bar (que estaba junto al salón) y el gimnasio donde practiqué esgrima, karate y algún deporte más para saber defenderme. La casa era preciosa, no parecía un piso pero teniendo en cuenta que era un edificio que ocupaba casi media manzana y que habían seis pisos por planta de cuatro habitaciones cada uno… la casa era enorme.

miércoles, 1 de julio de 2009

Mío, Corasón...


Se había ido, no recordaba cómo nos conocimos y ni siquiera él sabía el abismo que ahora había en nuestros corazones. No imaginaba hasta donde llegaba nuestra pena y nuestro llanto.
Tenía que partir, irse lejos de nosotros, era imprescindible pero no sabía cómo nos afectaría su partida. Sin darse cuenta había inundado nuestros corazones con su ironía, su sarcasmo y el frescor de sus comentarios, sencillamente, nos hacía reír. No preguntaba si estábamos bien o mal, él lo sabía e intentaba remendarlo. Cosía nuestras heridas con retales de amistad, postizos de alegrías e hilos de comprensión y paciencia. Estaba cuando todos se fueron y ni siquiera se daba cuenta de lo que hacía, él era así.
Nunca demostró un sentimiento, jamás pronunció un “te quiero” ni un “te necesito” según él no hacía falta, las cosas se demostraban andando y él nunca había dejado de caminar y andar a nuestro lado donde quiera que fuésemos. Seguía a nuestro lado cuando nuestras contradicciones eran evidentes y nuestras incongruencias palpables. No preguntaba, sólo estaba ahí y de verdad puedo decir que no hacía falta una sola pregunta. Su sola presencia era más que suficiente para cualquier problema o incluso para las alegrías, cuando las había. Él sólo estaba ahí, sé que me repito pero es que… eso es lo que hacía. No te abrazaba, no hacía remilgos ni te regalaba la oreja como podía hacer cualquiera, únicamente estaba ahí para ayudarte o acompañarte en lo que hiciese falta.
Lo conocí un otoño caluroso, no recuerdo de qué año, después de una infancia traumática y una adolescencia que no mejoraba ni con la lejanía de los problemas infantiles. Le podías hablar sin tabúes de lo que quisieses y cómo quisieses siempre que fueses sincero y no te anduvieses por las ramas. Le gustaba ir al grano y aunque no lo parezca era la persona más “curiosa” que conozco. Sabía cosas que ni los propios implicados sabían como el código postal de ciertos pueblos de nuestra provincia, resulta que era el mismo y la mayoría de los pueblerinos de esos tres pueblos no lo sabían, quizá por eso recibían mal el correo, quizá…
Tengo que agradecerle tanto, él no lo sabe, o no lo quiere saber, pero salvó mi vida cuando estaba perdida en un mar oscuro de dudas, peleas y traumas que necesitaba, y aun hoy necesito, deshacerme de ellos.
Recuerdo su despedida: “Ens vegem la setmana que ve” (nos vemos la semana que viene) dijo mientras se alejaba de mi coche y caminaba hacia el portal del edificio donde vivía. Lloré todo el camino de vuelta a mi casa, conduciendo a 120 por la autovía hasta casa de mis padres. Era la última vez que iba a verle y no se me ocurría qué decir y para mí era muy importante decirle algo, pero no fui capaz, recuerdo que dije que la semana que viene no existía y él sólo dijo, ya cerrando la puerta del portal que ya hablaríamos por el Messenger.
No tenía sentido hablar por el Messenger cuando no lo iba a poder ver en no sabía cuánto tiempo (he de decir que aunque parece que escriba a un ser fallecido no es así, únicamente se iba a estudiar fuera del país aunque para mí eso era mucho más de lo que podía soportar). Mi vida hasta que lo conocí había sido un erial, un desierto en el que sólo florecían espejismos de insultos, palizas, peleas y problemas y eso cambió cuando lo conocí. Lo nuestro era un amor puro, una amistad inalterable, un amor tan puro que lo sobrepasaba casi todo. No éramos pareja, simplemente era mi mejor amigo pero sin darse cuenta me había dado más, emocionalmente hablando, que cualquier pareja que tuve hasta el momento. Su sola presencia me llenaba de paz y tranquilidad el alma.

jueves, 19 de febrero de 2009

Mío

Lo primero que recuerdo de mi niñez es un colegio de dos alturas viejo, muy viejo; entonces tendría unos 4 ó 5 años y ya era la niña más solitaria de una clase de unos 30 alumnos. Recuerdo a una profesora muy mayor que se dormía en clase, era del pueblo de mi abuela y en aquella época esa mujer, seguro, que ya era mayor que mi abuela. Recuerdo el gran revuelo que se armó en mi casa porque mi madre (a la que en un principio TODAS las demás madres apoyaban) consiguió que la echaran porque era muy mayor y era evidente que no estaba en condiciones para dar clase a unos niños revoltosos de 4 ó 5 añitos.

Es gracioso cómo seleccionamos lo recuerdos, no consigo recordar qué ocurrió ni cómo empezó esta locura. Recuerdo palabras pero no hechos concretos, de hecho, recuerdo una de nuestras primeras tomas de contacto.

Jaime seguramente no era mal chico; seguramente era un chico normal de los que jugaban al futbol, incluso se le podría llamar popular en aquella época. No estoy segura de si esa fue la primera pero, si hubo otras antes, quizá no me calaron tan hondo como la de aquella tarde, justo después de salir colegio. Recuerdo que la que era mi mejor amiga, por aquel entonces, me acompañaba a casa todos los días, entre otras cosas porque le venía de paso. Como decía, Aída, mi mejor amiga, me estaba acompañando a casa cuando, no sé por qué, Jaime empezó a seguirnos (debo informar de cómo era el camino a casa, estaba a unos 5 minutos del colegio a pie, siempre y cuando fueses cruzando el descampado donde los niños jugaban a futbol poniendo las grandes piedras del suelo como porterías, y las niñas jugábamos a tiendas o a hacer comiditas usando las piedras y ladrillos viejos y todos los despojos de los campos de alrededor como piezas de carne, zapatos y cosas típicas de niña) mientras , como de costumbre, gritaba mi nombre seguido de varios insultos referentes a mi sobrepeso tales como vaca o gorda (debo agradecer que no les diese por leer y culturizarse ya que así no les daba para agregar insultos más escatológicos y con gorda, vaca y poco más se conformaban aunque entonces, eran insultos muy duros para mí); no sé por qué me giré y le grité algo (mi única forma de defenderme era y es todavía hoy en día, la palabra; siempre tenía una respuesta ingeniosa pero sus réplicas eran mucho peores que las mías), aún hoy por hoy no sé por me giré y respondí pero el caso es que me oyó. Se enfadó y corrió hacia nosotras y cuando estuvo lo suficientemente cerca cogió uno de esos ladrillos que había tirados en el campo, de esos que todavía conservan, tras el paso de los años, una gran masa gris, y me lo tiró con todas sus fuerzas a la rodilla izquierda. No consigo recordar por qué estaba frente a él, cara a cara, pero sí recuerdo como caí al suelo llorando y como Aída (que era la mitad que yo) me cogió del suelo, rodeó con su brazo derecho mi cintura y dejó que me apoyase en ella para poder llegar a casa. Recuerdo cómo cruzamos la calle y cómo saqué mis llaves (como mis padres trabajaban, tuve llaves de casa a muy temprana edad), abrí la puerta del portal, pero no recuerdo cómo subí ni qué pasó hasta que llegaron mis padres, sólo recuerdo cómo le decía a mi padre, llorando desconsolada que Jaime me había pegado. Creo que sí, quizá sí fue esa nuestra primera toma de contacto. Pero a partir de entonces hubo más; y no hablo de palizas, que es obvio, hablo de amigos de Jaime que se unieron a la valiente causa de destrozar a una cría de 7 años.
Si no recuerdo mal las mesas de nuestra clase de 2º de EGB estaban dispuestas en forma de “U” (a excepción de 4 mesas en las que se sentaban 4 de los alumnos a los que le costaba un poco más seguir nuestro nivel) y nos sentábamos en el orden en el que aparecíamos en la lista que tenían los profesores. Al principio estaba bien porque mi apellido empieza por “C” y estaba sentada en el 6º puesto y la inicial de Jaime es la “N”, así que se sentaba bastante lejos de mí, en el puesto 19. Pero nuestro profesor, Eduardo, quiso que Jaime y yo nos sentásemos juntos justo al principio de la “U” frente a su mesa; así, cada vez que Jaime me pegase él lo vería e hizo que mi peor pesadilla tuviese que darme un beso y si no quería tenía que dar uno a cada compañero y, por último, uno a mí. Esto hacía que las clases se retrasasen mucho porque Jaime tenía siempre un motivo para darme un puñetazo, empujarme, pegarme una patada cual balón de futbol… Eduardo no tuvo bastante con sentarnos juntos sino que además, unió nuestras mesas con celo gordo y cinta de embalar para que no nos pudiésemos separar, creo que eso fue lo peor que pudo hacer (aunque lo hiciese para ayudarme) porque así, Jaime guardaba su mejor munición de patadas, puñetazos y demás para cuando salíamos del colegio, recuerdo verdaderas carreras a la puerta de mi casa, a casa de Sunsió (una de mis niñeras), o de mis abuelos (justo a la otra punta del pueblo). Recuerdo broncas y peleas en el patio de la escuela; recuerdo tener esa gravilla blanca clavada en mis manos, en mis brazos, sobretodo, recuerdo esa gravilla en mis rodillas en un sinfín de ocasiones. Recuerdo a mis padres yendo a hablar con los profesores y que éstos les dijesen que no se podía hacer nada, que éramos simples niños jugando (aunque la verdad, no recuerdo haber jugado JAMÁS con Jaime a no ser que fuese al futbol en gimnasia, y sé que prefería estar en su equipo porque siempre estaba de defensa y era una forma de evitar sus patadas y empujones).




Lo siguiente que recuerdo ya es en “La Sénia”, (o “el colegio de los mayores, como lo llamábamos nosotros). Aquí tuvieron lugar algunas de las palizas más “memorables”. Una de ellas fue justo delante de tres profesores que no hicieron nada para impedir que siete chicos(a los cuales recuerdo perfectamente: El Pringao, el Mocho, Baúl, no recuerdo si este era apodo exactamente, El Respi, el Sepia, el Goku y el Pelusa) y toda su rabia me pegasen una paliza dentro de la escuela, entre la puerta del edificio y la del recinto (en total unos 25 ó 30 metros). Recuerdo que estaba en el suelo y que notaba sus patadas en mis costillas, en las pierna; sentía algún puñetazo en la cabeza, la cual intentaba cubrir con mis brazos, y veía a los tres profesores, lo estaban viendo sin hacer nada, sin inmutarse siquiera, invulnerables a mi dolor. No recuerdo cómo me levanté del suelo pero sí logro recordar que estuve varios días sin ir a clase porque no podía moverme, postrada en la cama. Y a los alumnos que estaban en ese momento en la escaramuza no les dijeron nada, ¡¡NADA!! Y sí, sabían quiénes eran, era evidente que sabían quién estaba implicado y quién no pero les tenían miedo, incluso unos hombres hechos y derechos tenían miedo a unos chicos de unos 8 ó 9 años. Recuerdo a mi madre poniéndome hielo en los moratones mientras lloraba mirando a mi padre.

martes, 17 de febrero de 2009

Pobre de Mí, una terminada

Buenas, soy una de las paredes del aulario que da al pasillo de la planta baja, a tu izquierda. No soy una pared importante, ya que cuando me construyeron utilizaron una especie de cartón piedra forrado de una tela o plástico que hace que no me queme, y me cubrieron de un bonito color amarillo verdaceo. En un principio iba a estar aquí dos meses, y llevo ya 50 años, con mi mismo color, aunque ahora ya no es bonito ni gracioso y ya no me queda bien; además, me caigo. Los críos, cuando pasan por mi lado y me ven, oigo cómo dicen a sus profesores:
- Don Antonio, esa pared, mírela por gusto. Está que se le caen los trozos de pintura y yeso, o lo que sea eso y parece que va a caer, tiene grietas, y nadie quiere sentarse junto a ella. Da miedo.
Ya veis, doy miedo. Tengo dos caras, una da al pasillo y otra a un aula donde ocurre lo dicho anteriormente. Lo bonito que sería estar de un color amarillo huevo, porque da calor; o verde turquesa, porque da sensación de bienestar a los chicos; o morada, que parece más moderno y seguro que me queda muy bien; o, ya que estamos, me cambiaría por una de esas paredes de invernadero tan guays, transparentes.
A una amiga mía la han traído al aula donde estoy yo para hacer una práctica, es Fofi, una colchoneta del gimnasio, gordota y forrada de verde oscuro. Quiere hablar conmigo:
- Tendrías que ver dónde vivo. Ayer una cría se rompió el pie por culpa de que faltaba un trocito de parqué, estaba trotando, metió el pie en el agujero y se le lo rompió. Y me han dicho las paredes de los vestuarios que el chapado que las cubre está cayendo. Y mírame a mí, toda mi vestimenta rota. Todos estamos igual, o peor. Y el potro o el plinton igual, con sus vestimentas rotas y ahí, aguantando, estamos ya muy cansados, lo fácil que sería poner potros, plintons y colchonetas nuevas. Pero no, no lo hacen…
- Tranquila, te queda aún tiempo aquí, como a mí. ¡Au!
- ¿Qué, qué pasa?
- Nada, que unos críos jugando, se empujan y caen sobre mí. ¡Au! ¡Au! Chicos, parad. Parad, ¿no veis que no aguanto? Parad, parad- no me oyen.
“Crack”, me rompo y caigo al suelo. Junto a mí, caen las demás paredes, y sobre nosotras, la planta superior aplastando a todos los alumnos u alumnas, a los profesores, a Fofi. Me duele, no veo nada, no oigo nada. Sólo puedo decir adiós.

jueves, 29 de enero de 2009

Tras el cristal

La primera vez que la vio llovía y él estaba plantado en la puerta del bar de su abuelo, frente a su casa; ella lloraba con la frente apoyada en la ventana. Era preciosa. No había más palabras para describirla, era preciosa.
Ella era la prueba del “afer” del padre con una esclava y, era impresionante. La mujer de su padre había muerto poco después de que la esclava diese a luz (falleciendo al instante desangrada, bañada en sangre y sudor) y decidió quedarse a la niña para no estar sólo. Después de 15 años desmintiendo su aventura, diciendo que su hija era hija de su mujer y que su color de piel era debido a un antepasado mulato el pedazo de carne de piel embrutecida se convirtió en una jovencita bien dotada; su piel mulata contrastaba de forma bella, a la par que extraña, con sus ojos verdes, su pelo rojizo y las pecas de su cara.
Se enamoró con sólo verla tras el cristal, apoyada en la ventana y llorando sin parar. No sabía qué hacer para que esa joven dejase de llorar y le mirase. Lo único que se le ocurrió fue caminar bajo la lluvia como bailando y mirar de vez en cuando hacia la ventana. Ella le miraba de reojo, casi sin querer, mientras él seguía bailando y haciendo piruetas, bajo la incesante lluvia; cuando se percató de que lo miraba bailó dando brincos para ella y ésta se echó a reír dejando de llorar de tristeza para llorar de risa, sobre todo cuando un hombre, relativamente mayor, salió del bar para cogerlo y arrastrarlo hasta dentro del local mientras el chico daba brincos.

Desde luego, no fue mejor cuando se conocieron personalmente. Fue en el mercado, donde la doncella de ella y la abuela de él solían comprar todo lo necesario tanto para la casa de una como para el bar de otra. Ese día Juliette y James acompañaron a sus respectivas. Se cruzaron en varias ocasiones y no podían apartar la mirada de los ojos del otro, sobretodo James, se quedaba parado incapaz de hacer movimiento alguno o de articular algún sonido comprensible y en una ocasión en la que se quedó en ese pequeño trance no vio a la Señora Wells (una gran mujer, corpulenta, llena en todo su esplendor) ni a su hijo pequeño Henry y se los llevó por delante cayendo encima de la Señora Wells, de su compra y asustando al pequeño Henry que lloraba al ritmo de los gritos de su madre tirada en el suelo rodeada de pescado fresco, lechugas, tomates y alguna patata. Pero lo mejor vino cuando la abuela de Jame se dio una y tiró del brazo de su nieto para levantarlo a la vez que lo zarandeaba mientras éste buscaba entre las carcajadas de los que los rodeaban a su amada Juliette. Pero ésta lo miraba desde lejos junto a la doncella que se reía sin ningún reparo más arriba de la calle, frente a otra parada (esta vez de verduras) junto a la dueña de la misma. Él la vio cuando por fin el gentío se hubo disipado, ambas estaban frente a su casa y la doncella abría la puerta despacio porque iba algo cargada con la compra, él corrió para ayudarlas y muy torpemente se presentó y abrió la puerta:
- Ho- ho- hola- tartamudeó, cosa que no había hecho nunca- mi no- no- no- nombre es James Ho- ho- Horsdown, pe- permítanme que les abra la puerta.
Y abrió la puerta mientras Drisella (la doncella) decía:

jueves, 8 de enero de 2009

Pardalis en Heaventown, capítulo I

Todo comenzó en primavera, cuando las primeras margaritas naranjas salían en el jardín de atrás. Todos sabíamos que la primavera, en Heaventown, empezaba con las primeras margaritas naranjas de nuestro jardín. Las blancas, las amarillas y las azules florecían un par de semanas más tarde pero las favoritas del pueblo eran las naranjas, de ahí surgió la idea del nuevo emblema del pueblo. La bandera que lo representaba con mayor fuerza (ya que fue la primera) era la que pintó mamá pocos días antes de morir y era la que ondeaba esplendorosa en el “mástil” mayor del ayuntamiento. El dibujo era simple, sobre un fondo amarillo brillaba un manto de margaritas naranjas del cual surgía una tortuga de tierra preciosa (animalito que en nuestro pequeño pueblo estaba protegido por la ley).

En cada casa había una de esas lindas tortugas, como mínimo, y por la calle paseaban sin ningún tipo de preocupación. El nuestro era el pueblo más verde del condado porque teníamos que abastecer a la población, cada vez mayor, de ‹‹Pardalis››. Los niños crecíamos amando la naturaleza.

Angy y Adam, capítulo I

Aquella noche llovía, era una de las peores tormentas que había visto y debo reconocer que me asusté bastante. Se fue la luz en todo el vecindario y el hecho de vivir sola todavía incrementaba mi temor y, aunque los perros que tenía podían parecer los más feroces de la región eran los más dóciles que había conocido en mi vida.

Cuando los oí ladrar tan repentinamente creí morir y cuando se escucharon los golpes en la puerta casi me da un infarto. ¿Quién era? ¿Qué quería? ¿Qué hacía en la puerta de mi casa? No me atrevía a acercarme y los perros, por primera vez, ladraban como locos poseídos por un mal mayor. De repente, con el eco de los truenos como banda sonora de lo que creí mi fin, oí la voz de un hombre al otro lado de la puerta:

- Angy, abre. Soy yo.

Debo decir que al principio no supe quién era, tenía la voz ronca que debía ser por el resfriado que arrastraba desde hacía varias semanas. Estaba aterrorizada.

- Aaaangyyyy…

Arrastraba cada vocal. Con esa voz era imposible no tener miedo, me recordaba a Jack Nicholson en “El Resplandor” cuando rompe con un hacha una de las puertas del hotel Overlook, y me metí en la cama tapada hasta la cabeza como si así tuviese un escudo protector invisible.

- Angy, ¿estás bien? Soy yo, Adam.

Salté de la cama y fui corriendo a la puerta. A mis espaldas estaban Thor y Raig, mi Pitbull y mi
Rottweiler, ladrando con insistencia. Miré por la mirilla y vi a Adam empapado delante de la puerta con su gorrito de lana y el pelo, chorreando y aplastado contra su cara. Me giré y les pedí a mis niños que se relajasen para poder abrir (Adam tenía miedo, bueno, él prefiere llamarlo “respeto” a los perros grandes pero con mis niños era diferente porque los conocía desde que les daba biberón cada 3 horas como si se tratasen de bebes).

Abrí la puerta y prácticamente salté a sus brazos. Nos metimos en casa, fui a por toallas y le metí más leña a la chimenea (menos mal que la finca tenía chimenea, aunque únicamente fuese en los dos últimos pisos), Adam me dijo que llevaba llamando a casa y al móvil más de una hora pero que el teléfono de casa no daba señal y el móvil, como casi siempre, estaba apagado o fuera de cobertura en ese momento así que, no se le había ocurrido otra cosa que coger un paraguas (de esos desplegables que caben en un bolsillo) y venir a ver cómo estaba, pero el viento le había arrancado, literalmente, el paraguas de las manos y al caer estrepitosamente al suelo se había hecho añicos así que, aquí estaba, empapado y helado en la puerta de mi casa.

Yo no sabía qué hacer, si llorar o reír de alegría porque no estaba sola en casa y empecé a reírme con lágrimas en los ojos. Me levanté de la alfombra (que tenía frente a la chimenea del salón) y fui al pasillo, con una velita en la mano, para coger algo de ropa seca de Andrew, mi ex, para que el pobre Adam se pusiese algo seco y no cogiese una pulmonía. Cuando volví al salón estaba Adam sentado en la alfombra con las piernas cruzadas como los indios y con la cabeza de Thor, el Pitbull, apoyada en una de sus piernas y Raig acostado a su izquierda.

lunes, 5 de enero de 2009

Mi pequeña, capítulo I

Hay veces que no se puede hacer nada. Únicamente huir, huir de un vacío que crece por momentos. Se huye corriendo y eso es, precisamente, lo que hacía mi mente para evitar el dolor. Dolor que crecía y entraba en todo mi ser rasgando hasta el último recoveco de mi cuerpo. Un dolor profundo que intentaba apartar. Un dolor sombrío que padecía en soledad. Una soledad creciente y que me hacía sentir inferior, había pasado toda mi vida huyendo de ese dolor, pero todas las bombas explotan cuando se las presiona demasiado.
De niña fui muy buena, siempre obedecía a mis padres, nunca les faltaba al respeto y siempre estaba contenta, pero la procesión iba por dentro.
Mi juventud no fue nada excepcional. Encerrada en un colegio con curas y monjas; del que me echaron a los nueve años; que pretendían hacerme “creer “. Tenía problemas y ellos decían que eran a causa de mis pecados. ¿Qué pecados? ¿Cómo una niña como yo podía tener pecados?
Era la mayor de cinco hermanos pero toda la presión recaía en mi madre (o eso creía yo). Ella trabajaba con mi padre en el campo, cosía para ganar más dinero y hacía las “faenas” de la mujer en casa del alcalde; después llegaba a casa donde me enseñaba (bajo la atenta mirada de mi padre, que esperaba un error para pegarme una paliza) cuales eran mis obligaciones por ser chica y mayor (levantarme a las 5 de la mañana para ayudar a mis padres a cargar el carro- era una dura tarea para una cría de 10 añitos-, después levantar a mis hermanos, vestirlos y llevarlos a la escuela a la cual yo no podía asistir, por favor, sólo tenía 10 años…
Me enseñé a coser con rapidez porque si no iba con cuidado y se me escapaba un punto la paliza que me esperaba era… Mi padre cogía la caña y me levantaba la blusa. Poco a poco me asestaba unos golpes flojos pero pronto se encarnizaba y rápidamente por mi espalda resbalaban largos surcos de roja sangre (que semejaban ríos de lava bajando por las laderas de un volcán) que escocían mucho después cuando Víctor, mi hermano, un año menor que yo, cogía un algodón y alcohol y los curaba. Pero no me podía quejar, era la mayor y responsable de mis hermanos.
Al crecer cambiaron las palizas. En varias de ellas mi padre acababa desnudándome y… y… me penetraba. A los casi 17 años tuve mi primera menstruación y a los 17 mi padre me vio con un chico dando un paseo por la puerta de mi casa. Papá gritó mi nombre y acudí corriendo (dejé al chico allí, plantado y sin darle ninguna explicación). No dejó de gritar, estaba furioso, me zarandeaba y acabé cayendo sobre la alfombra del comedor. No cabía dentro de él, cogió la caña y me pegó. Yo ya era inmune al dolor físico que él me producía, ya no gritaba, ya no le maldecía, ya no me defendía y eso lo enfureció todavía más. Se postró sobre mí y me levantó la falda, “Eres mía” gritó, se bajó el pantalón junto con los calzoncillos y me penetró. Esa noche dormí allí, en el suelo, envuelta en sangre y sudor, pegada a la alfombra. Estaba demasiado dolorida como para levantarme.
A la mañana siguiente me despertaron los gritos suaves de mi madre en mi oreja. Me pedía por Dios que me levantase, por Dios que luchase contra la muerte y fuera fuerte. Conforme pude me incorporé y vi a un hombre que me observaba en la distancia, era el Doctor Giménez, el médico de la familia, y le preguntaba a mi padre qué había pasado y cómo. Papá dijo que no lo sabía. Empecé a llorar en el silencio, tenía que obedecer, mi madre me pedía que fuese fuerte.
Mientras mi padre hablaba con el médico, mi hermano Víctor me llevaba en brazos a mi habitación, me dejó sobre la cama y me dijo: “Tranquila Adri, todo saldrá bien, ya lo verás”. Yo quería mucho a mi hermano. En esos momentos, Víctor, tan sólo tenía 16 años y trabajaba con mis padres en el campo. Llamó a mi madre y entre los dos y el doctor me curaron las heridas (que no eran pocas). Al mes y medio el doctor me dijo que estaba embarazada. Miré a mi padre, éste estaba rojo de cólera, salía fuego por sus ojos.
Delante del médico mi padre me gritó y se dispuso a pegarme. El doctor no se lo podía creer y no se interpuso, menos mal que apareció Víctor y se abalanzó sobre papá. Era la primera vez que uno de sus hijos se revelaba, ya que todos habían seguido mi ejemplo, sumisa, obediente, a disposición de lo que ellos, mis padres, me mandaban. No era una buena forma de educar a unos hijos pero en aquella época… era la lógica, la justa y normal. Me alegré mucho al ver la reacción de Víctor. Fue una reacción que cambió a nuestro padre, después de esto se cuidaba un poco antes de acercarse a mí para “hacer una de las suyas”. Ahora si me pegaba aprovechaba la hora del almuerzo, decía que prefería ir a casa a almorzar.
En uno de esos almuerzos cuando ya estaba casi de 3 meses, me pegó tal paliza por no tener su almuerzo preparado… Empecé a sangrar, me dolía mucho cuando intentaba penetrarme. Acabó y me dejó allí, me levanté y me lavé como pude, cuando llegaron mis hermanos ya tenían la comida en la mesa así que supongo que comieron y se fueron al colegio. No me levanté de la cama hasta que no llegaron mis padres, Víctor y David. Víctor subió a mi habitación (se imaginó lo ocurrido al ver la cocina por arreglar, los restos de sangre en el comedor…)

domingo, 4 de enero de 2009

La playa de Cullera, capítulo I


En su lecho de muerte únicamente era capaz de repetir que no lo conocía. Que iba a morir sin saber qué era y qué se sentía allí. Su hijo mayor, que tan solo tenía 15 años, no entendía de qué hablaba su padre pero él no podía dejar que se muriese sin conocer aquello que perturbaba el sueño de su padre.
- Papá, ¿qué pasa?, ¿qué no conoces?
Su padre era un hombre de pueblo que nunca había salido a ver mundo. Le faltaba tanto por conocer... Era tan joven para morir... Tenía 40 años y su vida giraba alrededor de sus 5 hijos y ahora... iban a quedarse solos. Tras la muerte de su mujer en 1985 fue él el que cuidó de sus retoños. Ahora era su hijo Ricardo el que le decía qué le faltaba por ver... era gracioso... su propio hijo iba a hacer realidad su sueño...
- Tranquilo hijo, no hace falta que te molestes- dijo pausadamente- no pasa nada...
- Papá, por favor. Di, ¿qué te gustaría hacer?
- Quiero ir a Cullera, es un pueblecito costero muy cercano al pueblo de vuestra madre... quiero ver el mar- lo dijo con lágrimas en los ojos y sin poder mirar el rostro de sus hijos.
María, la madre sí había ido allí con 4 de sus 5 hijos cuando estos eran todavía pequeños. Fue embarazada de Azahar poco antes de morir, en julio de 1985, la pequeña era la única que no había visto el mar.
La verdad es que Ricardo no tenía medios para llevar a su padre y hermanos a la playa de Cullera pero sí sabía quién podía, sus abuelos maternos. Salió corriendo de la habitación donde su padre reposaba y fue corriendo a la cocina, cogió el teléfono y marcó el número, al otro lado del aparato respondió una voz dulce de mujer.
- ¿Sí?, ¿quién es?
Su abuela era una mujer ni joven ni mayor, tenía unos 60 años y hacía 9 que no la veía, ni a ella ni a su abuelo pero, era capaz de reconocer esa voz en cualquier lugar.
- Hola iaia, soy Ricardo.
No se oyó nada y el chico no sabía que más decir pero, de repente se oyó un lamento, Ricardo estaba oyendo llorar a su abuela y eso... le partía el alma.
- Iaia tranquila, no llores...
A lo lejos se oía la voz ronca de su abuelo preguntándole a su mujer quién era, es Ricardito respondió, nos está llamando Ricardito... y siguió llorando. Fue entonces cuando Bernardo cogió el teléfono.
-¿Quién es? Deje de gastar bromas por teléfono, ¿no es ya lo suficientemente mayor para estos jueguecitos?
- Que no iaio, que no, soy yo, Ricardo.
- ¡Ricardito, hijo!- también por sus mejillas resbalaban lágrimas que morían en sus labios- ¿Qué pasa? ¿Cómo estáis?- acertó a decir sin que se notase mucho su estado.
- Bueno, hemos tenido épocas mejores...
- Pero... tú y tus hermanos...
- Tranquilo iaio, nosotros estamos bien.
- ¿Entonces?- Preguntó el abuelo sin pensar en su yerno.
- Es que...- El chico salió de la cocina y se metió en la salita.- Es que... esto...
No sabía cómo explicarlo, no le salían las palabras. Miraba a su alrededor y sólo veía las margaritas y mariposas que su madre pintó, hacía ya mucho tiempo, para que tuvieran un jardín que no hiciese falta cuidar. Veía a su madre manchada de mil colores, sentada como los indios, acabando el ala de una pequeña mariposa mientras él hacía un dibujo que, según él, era igual al de su madre.
- Ricardo...- Dijo su abuelo de repente haciéndole recordar para qué había llamado.
- Sí iaio... pues... es que no sé cómo decírtelo iaio, es difícil...
- Tú suéltalo muchacho, no pasa nada.
- Iaio, mi padre... mi padre se muere...- dijo con un hilo de voz.
- Pero... ¿qué estás diciendo muchacho? Explícate hijo pero... poco a poco.
El padre estaba enfermo de cáncer y no había remedio porque ya estaba muy avanzado, se lo habían encontrado demasiado tarde. Era cierto que el abuelo y el padre no se llevaban bien y, mucho menos desde que José, el padre, decidió que no era necesario que sus hijos mantuviesen relación alguna con los abuelos maternos. Ricardo explicó qué era aquello que quería el padre y su abuelo no sabía qué decir pero, era el padre de sus nietos y no quería que estos viviesen con el recuerdo de un abuelo incapaz de ayudar a un padre moribundo.
- Bueno Ricardito, tú tranquilo, el abuelo hará lo que pueda.
Colgó el teléfono sin esperar el agradecimiento de su nieto. Volvió andando, poco a poco, al sillón donde estaba descansando antes de la llamada inesperada de su nieto. Miró a su esposa, todavía estaba llorando, sentada en una silla girada en dirección a su marido esperando una explicación. Bernardo la veía preciosa con esa bata grisácea y las alpargatas, sin maquillaje, con todas sus arrugas, mirándolo suplicante con sus preciosos ojos verdes llenos de lágrimas aún no derramadas.

Lluvia Incipiente, capítulo I


De repente se hizo la obscuridad. Aunque la esperaba, le sorprendió. Todo quedó en silencio, aunque se oyese el agua golpeando los cristales y los lejanos truenos rayando la noche, todo estaba en silencio. Su cachorrito saltó a sus brazos aterrado por los extraños estruendos que interrumpieron su plácido sueño, y ella tuvo que buscar el encendedor por todo el escritorio (ya que estaba sentada frente a él cuando se hizo la obscuridad en su habitación). Seguramente “Beauty” (como quería que la llamasen), su compañera de piso, seguiría durmiendo a pierna suelta en su cama de 2x2 sin darse cuenta de que Handy, su gata, dormía sobre su espalda igual de tranquila que su dueña. Cuando encontró el encendedor y se disponía a encender una vela volvió la luz, de todas formas prendió el candil por si volvía a ocurrir. La alegría duró poco ya que el apagón había malogrado los fusibles y un nuevo apagón los acabó de empeorar. Decidió, puesto que ya no podía seguir trabajando, meterse en la cama y hacerle un hueco a la bolita de pelo que tenía entre los brazos. Desde ese momento Wences durmió a su lado cada noche, incluso cuando ya fue más alto que ella [Cuando escribo que su perro era más alto que ella es porque realmente lo era, su lindo cachorrito era un Irish Wolfhound y hacía unos 90 cm hasta su cruz así que, si añadimos el cuello y su cabeza, era más de un metro de perrito cuando creció y no le gustó demasiado cuando tuvo que compartir cama y dueña con un Scottish Terrier cuando Anxela decidió adoptarlo (pero a todo debe acostumbrarse uno)].
Aquella noche de Octubre Anxela escribía la que sería una de sus mejores obras, “Lluvia Incipiente”, y estaba aterrada en la cama oyendo como rayos, truenos y lluvia constituían la nueva banda sonora de su “nueva vida”.

Una bañera con agua caliente y gospel de fondo, capítulo I

Lloraba. Había estado así toda la noche. No había conseguido pegar ojo. Eran las siete y media de la mañana y todavía no había dormido. Después del día que había tenido, se alegraba de que ya fuese otro día. Quiso creer que todo había sido una horrible pesadilla y que cuando se levantase todo seguiría igual que dos días antes pero no, no era un sueño. Se levantó de la cama, corrió las cortinas y dejó que la luz pura de la mañana iluminase su habitación. Se sacudió el camisón y se recogió el pelo, dio media vuelta y se miró en el espejo. No se oía nada, todo estaba quieto, en silencio y, eso le agradaba. Cruzó la habitación y entró en el cuarto de baño que comunicaba con ésta. Se volvió a mirar en el espejo y decidió que ese sería un buen día, se lavó la cara y se dispuso a meterse en la bañera tranquilamente. Mientras la llenaba de agua caliente metió sales de baño, gel espumoso y, encendió una barrita de incienso de cannabis ya que esa barrita la tranquilizaba hasta el punto de dormirse; por eso, cuando se metió en la bañera a las ocho de la mañana, con todas las luces del baño apagadas y sin un rayo de luz solar en esa habitación, puso el despertador para no quedarse dormida con el agua fría. Encendió el equipo de música y puso el CD de goospel que tanto le gustaba. Por fin, metida en la bañera, se durmió plácidamente olvidándose durante tres cuartos de hora, de todo lo que ella creía que era una pesadilla.
El incienso y la música hicieron su efecto, se quedó dormida tranquilamente en la bañera, no sabía lo que le esperaba cuando se despertase. Justo a las nueve menos cuarto sonó el despertador y ella salió de su estado de somnolencia; el agua empezaba a enfriarse así que se levantó, quitó el tapón de la bañera y abrió el grifo para quitarse el jabón del cuerpo. Cuando terminó salió de la bañera, se enrolló con el albornoz y se hizo un moño con una toalla. Cuando se disponía a secarse el pelo sonó el timbre. Dio un pequeño salto, no se lo esperaba. Volvió a hacerse el moño, salió de la habitación, siguió por el pasillo y bajó las escaleras, que daban directamente a la entrada principal. Se quedó parada cuando estaba en mitad de la escalera, a través de la ventana de la puerta veía a dos personas. Vestían de azul oscuro y parecían impacientes. Respiró hondo, bajó los pocos peldaños que le faltaban, inspiró mientras estaba ya en el rellano y cogía fuerte el pomo de la puerta. Se imaginaba quién podía ser por la vestimenta pero estaba asombrada, creía que era imposible.
Se armó de valor y abrió la puerta pero dejó la mosquitera cerrada.
- ¿Señorita Alyssa Núñez? –preguntó el hombre de uniforme.
- Sí, soy yo.
- ¿No me recuerda? Anoche la traje a casa.
- Lo siento pero no sé de qué me habla. –Había hecho tan gran esfuerzo para creer que aquello era una pesadilla que había conseguido dejarlo todo en el olvido y verlo todo muy borroso.
Entonces fue el otro agente l que habló, era mayor, su pelo canoso y la pequeña barba grisácea hicieron pensar a la joven que aquel hombre rondaba los 55, tenía la expresión tranquila:
- Señorita, lo siento pero debe vestirse y acompañarnos a comisaría.
Alyssa abrió la puerta mosquitera y les dijo que pasasen y se sentasen que ella bajaba lo más rápido posible.
Se apretó el albornoz y subió corriendo las escaleras. La alfombra que normalmente cubría los peldaños en invierno ahora estaba en la tintorería y sus pies descalzos notaban el frío de la misma. Entró en su habitación y se deshizo de la toalla y el albornoz, que cayeron al suelo, fue al baño y cogió la loción corporal de coco que tanto le gustaba y aplicó un poco por su cuerpo, masajeó y se acercó al armario, abrió el segundo cajón y sacó un conjuntito blanco muy original, tenía bordado un corazón rojo en el sujetador y otro en el tanga. Se miró en el espejo, le encantaba ese conjunto. No sabía qué ponerse para ir a una comisaría, no recordaba haber entrado nunca a ninguna; así que decidió coger una camiseta de algodón blanca, de manga corta y cuello de pico y, un pantalón blanco, ancho y de cintura baja. Los zapatos los tenía claros, las bailarinas blancas, y, un pañuelo blanco para que su larga melena no le molestase en la cara.
Tenía el pelo muy moreno, de lo negro que era parecía azul, y largo, muy largo y escalonado, la capa más larga cubría su trasero, redondo y bien formado (al igual que el resto de su cuerpo) a causa de las clases de baile que recibía desde muy pequeña.
Era muy coqueta así que no podía salir de la habitación sin volver a mirarse en el espejo. Perfecta, pensó. Cogió su mochilita (azul celeste), en su interior estaban: el móvil, las llaves, un pintalabios, un espejo pequeñito, la cartera con dinero y el DNI y, su libro favorito, La tía Tula, por si tenía que esperar. Y salió de la habitación, bajo tranquilamente las escaleras y llegó al salón donde la esperaban los dos agentes de policía uniformados. Cogió las llaves y todos salieron de la casa metiéndose en el coche. Cruzaron todo el bosque para llegar a la carretera que los conduciría al pueblo. Una vez en el pueblo ella se tumbó en el asiento trasero del auto porque no quería que nadie pudiera verla y sacase falsas conclusiones. Al llegar al garaje de la comisaría Aitor (el policía más joven) le abrió la puerta y le tendió una mano para que ella saliese.

- Vamos, tenemos mucho trabajo. Llevalá a interrogatorios, el jefe quiere hablar con ella.

Aitor le dijo que no pasaba nada, que estuviese tranquila y que cuando acabase él mismo la llevaría de vuelta a su casa. Ella no dijo nada, no sabía qué decir ni qué pasaba así que se dejó llevar. Subieron por las escaleras y recorrieron la oficina hasta llegar a la escalera central, donde la esperaba el comisario Martinez para hablar con ella.

- Bueno agente Guerrero, ya me ocupo yo, luego les llamaré para que acompañen a la señorita hasta su casa. Ande a trabajar.
Él la miró, le guiñó un ojo y dio media vuelta alejándose un poco de ella.

- Buenos días señorita, soy el comisario Martinez, ¿sabe por qué está usted hoy aquí?
- No señor, no me han dicho nada, sólo que usted me esperaba y que quería hablar conmigo, ¿ha pasado algo?
El comisario no lo podía creer, esa chica estaba ahí, tan tranquila, y no parecía recordar nada de lo ocurrido la noche anterior.

Atónit@s, capítulo I

Parecía mentira pero… sí, lo había vuelto a hacer. Siempre me decía lo mismo, que no iba a volverse a repetir, que esta era la última vez que lo hacía… pero siempre repetía y, cada vez era con más frecuencia. Al principio no era así. Las cosas habían cambiado mucho en poco tiempo y eso no me gustaba pero siempre acababa perdonándola, ella me hacía feliz. En realidad lo peor no es el daño que me hace sino que es una mujer que cumple el tópico de que los homosexuales somos promiscuos.
Todo empezó al mes de conocernos. Recuerdo que ella llevaba un vestidito rojo con mucho escote que le hacía unos pechos preciosos. Yo estaba sentada en la terraza del bar y ella se acercó:
- Perdona, ¿puedo sentarme contigo?- y me sonrió.
- Claro, no creo que venga nadie a quitarte el sitio…- yo acababa de romper con mi pareja y estaba un poquito negativa.
Se sentó, levantó la mano y, al momento apareció Javier, el camarero
- Buenos días señorita.- La miró de arriba abajo.- ¿Le pongo algo?
- Pues la verdad es que mas bien poco porque me van más las mujeres pero bueno, he de reconocer que para ser hombre no estás tan mal. ¡Ah!, ¿podrías traerme un Vermú blanco?
A mi me dejó atónita la facilidad con que aquella mujer había dejado tan parado a Javier

¿Decisiones?, capítulo I

Tomar decisiones no es fácil. Hay que tener en cuenta que esas decisiones son las que cambian tu vida. Se supone que las tienes que pensar mucho aunque siempre hay algo que hace que seamos impulsivos (no siempre, está claro, pero sí algunas veces).
Yo tenía que tomar una decisión y… no era fácil. Mis padres se habían separado y yo tenia que elegir con quien iba a vivir. Ya sé que eso es una cosa que hacen muchos niños cuando sus padres se separan pero, en mi caso… era diferente, yo no quería vivir con ninguno de ellos, mis padres me anulaban. Cuando estaba con ellos me hacían sentir inferior, como si yo no valiese para nada, ¿cómo le decía yo eso al juez? Mis padres no son malos padres, únicamente tienen personalidades muy fuertes y anulan la mía sin querer, estoy segura de que no se dan cuenta.
Durante el proceso fueron muy amistosos, repartieron sus bienes, pusieron la casa a mi nombre y viviría allí aquel con el que yo decidiese quedarme. Lo malo es que yo no quería vivir con ellos y todavía no lo sabían. Decidí no decir nada hasta que el juez no preguntase. Era un hombre mayor, ojos azules, cabello muy canoso y muy, pero muy tranquilo. El DIA que se dirigió a mi lo hizo de forma pausada:
- A ver pequeña, has tenido unos días para pensar así que… ahora es tu turno, ¿con quién prefieres vivir?

Lo dijo tan tranquilo y tan bien, me hizo sentir mayor. Como no decía nada decidió intervenir.
- Ya sé que esta es una decisión difícil y que te tienes que tomar tu tiempo pero… tienes que responder .

Lo miré a los ojos, me armé de valor y contesté:
- Tengo un problema señor juez.- Dije sin poder mirar a mis padres a la cara.
- Tranquila pequeña, di lo que tengas que decir.
- Está bien. Si le soy sincera- y ahora sí los miré- no quiero vivir con ninguno de los dos.
- Pero… debes vivir con tus padres… algún motivo tendrás para decir lo que estás diciendo.
- Verá, no es que mis padres sean malos padres pero tienen una personalidad tan fuerte que me anula. Cuando estoy con ellos me siento inferior, pequeña, inútil… no sé…

Gestión hotelera de un Ángel, capítulo I

Corriendo, siempre estaba corriendo. Siempre llegaba tarde daba igual donde fuese, a la panadería, al trabajo, a clase a por sus hijos, al médico… siempre llegaba tarde y siempre corría. En cambio esa noche no, esa noche se quedó parada no tenía ganas de correr ni de salir huyendo, ni siquiera tenía ganas de llorar, pensó que todo acabaría y que ahora sólo tenía que dormir para estar al día siguiente en buenas condiciones para ir a trabajar. Era la dueña y señora de una cadena de restaurantes y hoteles, pero nunca tenía tiempo para nada. Sólo trabajo, trabajo y más trabajo. Pero aquella noche lo único que tenía era tiempo y no sabía qué hacer con él. Su marido había dejado a los niños durmiendo y cuando ella llegó a casa sólo estaba Cristina, la chica de la limpieza que limpiaba su suite, Héctor le había dicho que la esperase para que los niños no estuviesen solos. Se había ido, no aguantaba más y se fue dejando una nota en la que ponía que él iría por los niños a clase y que no se preocupase que seguramente todo saldría bien. Cuando leyó la nota se desplomó en el sofá al lado de Cristina, Cristina no era sólo la chica de la limpieza, era su amiga, su confidente, su canguro a veces, era más que una amiga. Como no tenía fuerzas ni para llorar y Cristina la acompañó a su habitación, la ayudó a desvestirse, prácticamente la metió en la cama, la arropó y antes de salir del hotel fue a darles un beso a los niños.
A la mañana siguiente fue Cristina quien abrió las cortinas de la habitación de Ángel, también había sido ella la que había subido el desayuno, la que había despertado a los niños y la que ahora la estaba mirando con carita de pena.
-Buenos días ángel mío- dijo Ángel al despertar con la luz del sol en sus ojos.
- Buenos días nena, ¿has podido dormir?No recordaba cuánto tiempo hacía que la llama nena, pero le gustaba, le hacía gracia. Era su nena.

Ainara, capítulo I


Era ya de noche, la luna reinaba esplendorosa en ese mar negro que era el cielo a las dos de la madrugada. Brillaba en lo alto de un claro del bosque, un claro al que jamás había llegado hombre alguno. Sólo las flores de lavanda y margarita se bañaban en los rayos resplandecientes de esa luna llena que reinaba en la oscuridad de la noche. Ainara había salido de su habitación al escuchar un extraño ruido en el granero y ahora recorría el patio central de su casa para llegar a la puerta de salida a la calle. En verano el patio central de la casa se abría dejando toda la planta baja comunicada por el centro y no por los largos pasillos que normalmente dividían la parte de abajo. Ahora podía recorrer el patio y llegar a la puerta de entrada tranquilamente, sin ningún obstáculo a su paso a excepción de la gran encina central y las plantitas del jardín. Cuando llegó a la puerta ésta estaba abierta, sólo una rendija pero estaba abierta y recordaba como su padre la había cerrado poco antes de que ella se fuese a dormir así que alguien la había abierto mientras todos dormían. Salió sin miedo ya que la luz de la luna lo iluminaba todo. Volvió a escuchar un ruido en el granero y muy despacio caminó hacia la puerta muy pegada a la pared. Miró primero por la ventana para saber a qué extraño ser se podía enfrentar y lo vio allí, tumbado en la paja y con una herida en la pata delantera. Era blanco, el pelo que cubría el crin y la cola eran plata, era el ser más bonito que había visto en toda su vida. Pensó que quizá tendría sed y hambre así que se acercó a la fuente que papá había mandado construir en la puerta del establo y llenó una vasija con agua y caminando poco a poco para que no se le desparramase la llevó al granero. Cuando el animal la vio entrar emitió un sonido fuerte, agudo, pero no era estridente, no molestaba a los oídos, parecía una dulce melodía pero de todas formas intentó calmar a la criatura para que no despertase a su padre. Poco a poco se acercó al animal que se había callado en cuanto ella dejó la vasija en el suelo a su lado y le acarició la cabeza despacio. Al acariciar su cabeza Ainara se dio cuenta de que un pequeño bulto sobresalía de su frente, era una cría, un potro, pero no era un caballo, era un unicornio blanco precioso. No se fijó en el lomo del animal porque se había centrado en una mancha púrpura que tenía en la patita delantera. Acercó su mano muy despacio a la herida con un trozo de tela de su camisón empapado en el agua de la vasija y muy poco a poco y con sumo cuidado limpió la herida del pobre unicornio. Cuando ésta dejó de sangrar subió a la parte de arriba del granero donde su padre guardaba el heno y cogió un poco pero cuando bajó para dárselo el animalito ya no estaba. No sabía cómo había salido del granero con una pata herida y sin hacer ningún ruido, no tenía ninguna explicación. Con el heno en las manos volvió a casa, cruzó el patio, subió las escaleras y se metió en su habitación cerró la puerta despacito para no despertar a nadie. Abrió la ventana y se quedó sentada mirando la luna.
A la mañana siguiente, cuando Nana entró a despertarla con el desayuno la vio dormida con la cabeza apoyada en el alfeizar de la ventana y con en camisón rasgado por encima de los tobillos:
- Venga pequeña, despierte, no querrá que su papá la vea así.- dijo con la misma voz dulce de siempre.
Ainara abrió los ojos y los rayos del sol la cegaron un momento. Se frotó los ojos y vio la cara de Nana sonriente como cada mañana con sus enormes ojos marrones y su pañuelo morado en la cabeza:
- Buenos días Nana- dijo Ainara saltando a sus brazos como era de costumbre.
- ¡Aay, mi niña! Lávese la cara y cámbiese de ropa si no quiere que su padre la vea de esa guisa, y ahorita mismo me va a explicar por qué falta una parte de su lindo camisón…
La niña no dijo nada, se metió en el cuarto de baño y esperó a Nana para meterse en la BAÑERA para que Nana la asease i estuviese presentable para la visita de unos amigos de su padre.
Nana la lavó, le puso el vestidito que tanto le gustaba a su padre, el que mama le había hecho antes de morir y la peinó. Cuando estaba acabando de peinarla entró su padre

Cuento de niños, capítulo I

Nunca hubiera imaginado, ni en sus mejores sueños, que todo aquello estuviese ante sus narices y nunca lo hubiera visto hasta esa noche.Llovía pero apenas se notaba. Era una lluvia incesante pero de ese tipo de lluvia que ni siquiera la oyes caer.Lo vio desde la ventana. Su habitación daba al patio de atrás de la casa y desde la ventana se podía ver TODO el bosque y el sendero que conducía al lago donde ella dejaba en semi-libertad a sus tortugas en verano. Desde la ventana era imposible ver el lago, igual que era imposible ver el reflejo redondo de la luna en él, pero ella sabía que estaba allí, justo en el centro del bosque ahora oscuro x lo tarde que era.Vio un ser diminuto y brillante recogiendo flores en su pequeño jardín, y no era cualquier flor, eran sus claveles azules, esos tan difíciles de conseguir y que ella misma había plantado.

Bajó muy despacio las escaleras para que sus padres y su hermana no la oyesen. Su padre no tardaría en despertarse para ir a trabajar así que debía darse prisa si no quería ser descubierta a altas horas de la madrugada fuera de la cama. Cruzó el salón, la cocina y abrió la puerta que daba al jardín de atrás, lo malo no era el ruido de la puerta de la cocina abriéndose, lo malo iba a ser el chirriar de la mosquitera cuando la abriese para salir al jardín, no quería asustar al ser que recogía flores ni mucho menos despertar a sus padres. Sabía un truco que le copió a la hermana el año anterior, sólo tenía que levantar un poco la mosquitera y abrirla rápidamente, sin pensarlo dos veces. Así lo hizo, le alegró descubrir que el truquito de su hermana todavía era eficaz. Salió al patio de puntillas para no importunar aquel ser diminuto que aún seguía sumergido entre sus flores.

Cuando llegó a los claveles azules se quedó boquiabierta, no se esperaba ver lo que vio. Era una linda mujercita pero no llegaba a medir un palmo, brillaba en la oscuridad y todas sus facciones eran claramente visibles. Se sentó en el suelo mojado muy despacio y dejó caer el agua sobre ella sin dejar de observar a la mujercita que recogía claveles delante de ella sin darse cuenta de que una niñita de 5 años la observaba perpleja.

No pasó un minuto hasta que el ser se giró y se percató de la presencia de la niña, ahí sentada, sin hacer movimiento alguno y mirándola fijamente a sus diminutos ojos.

Presentación

Hola, me llamo Alba Calabuig Dolz y he creado este blog, con la ayuda de mi mejor amigo, para poder escribir todas esas historias que pasan por mi mente y que siempre empiezo pero nunca termino.
Aquí habrá, seguramente, un sinfín de principios de historietas que ningún editor querría publicar pero a mi me relaja mucho escribir.
De todas maneras, necesitaré toda la ayuda posible ya que la mayoría de la gente que lee mis historietas me quiere y nunca me dan una mala crítica. Aquí podré saber si lo que escribo vale o no la pena y vosotros podreís decidir que historias continuo escribiendo y cuales no, podreis elegir títulos... en fin, sereis prácticamente los que elijais el rumbo de las historias.

Muchas gracias por leer esto. Gracias
 

Las tropecientas historias de una Abejita © 2008. Chaotic Soul :: Converted by Randomness